Don't Touch My Avocado Toast: Cómo hacer que los millennials lleguen hasta las urnas
Una economía en pedazos, una fuerza laboral cada vez más débil, y con poca esperanza de un panorama alentador.
Esa es la realidad de la generación que ha sido bautizada como los millennials. Esos que son duramente criticados por exigir unas condiciones de vida semejantes a las de sus predecesores, precisamente los causantes de la debacle actual. Y no son conjeturas, la generación millennial es la que lucha con varios empleos para sobrevivir; la que ha tenido que postergar sus planes de tener hijos y comprar una vivienda para vivir como rehén del arrendamiento; y la que, a pesar de estar en la parte inferior de la rueda, tiene que aguantar las críticas –mayormente infundadas– de que no son más que unos engreídos y vagos que se quejan por todo en lugar de callarse y morirse de hambre mientras costean sus deudas.
Como si fuese poco el sinfín de señalamientos ridículos hacia estos “jóvenes mimados”, lo absurdo pasó a lo idiota cuando el magnate australiano, Tim Gurner, expresó que los millennials no pueden cumplir con sus obligaciones económicas –particularmente en cuanto a la adquisición de vivienda– por su estilo de vida basado en comprar café $4.00 y comer tanta avocado toast a $19.00.
Sí, de acuerdo a la lógica de Gurner, el deterioro de las nuevas generaciones se debe a su obsesión por varias rebanadas de aguacate puestas sobre un pedazo de pan tostado. En caso de que estés cuestionando silenciosamente si existe la remota posibilidad de que Gurner tenga razón, la respuesta es no.
Olvídate de la crisis que creó la generación de los baby boomers y la Generación X. No le hagas caso a que reventara la burbuja inmobiliaria y desde 2008 varios gobiernos –incluyendo el de los Estados Unidos– vienen arrastrando las consecuencias de sus políticas de vivienda fundamentada en malabarismos con los préstamos hipotecarios.
Si eres de estos quejones, no te atrevas a cuestionar porqué tienes que pagar cientos de miles en préstamos estudiantiles bajo un sistema de educación superior que opera como un prestamista draconiano. No, nada de eso tiene sentido. Compra menos aguacate, sigue viviendo con tus padres hasta que cumplas los 45 años y verás cómo tu vida cambiará.
Este tipo de crítica generacional se extiende al aspecto político, donde se denuncia que los millennials han desarrollado apatía por el sistema electoral. OK, analicemos esto. Los estudiosos de la política electoral descubrieron que aquellos que han sido aplastados por el sistema vigente optaron por no participar de dicho sistema.
No hay que ser un erudito para saber que el diseño electoral solo funciona como disuasivo para el sector joven del electorado. Pero más que el andamiaje, son los integrantes del sistema los que han enterrado los pocos deseos de participación de los millennials, más que por sus medidas de política pública, sus estrategias para atraer el voto joven cada vez son más reciclajes. Desde la elaboración de los discursos hasta las tácticas en las diversas redes sociales, la clase política parece aislarse cada vez más de quienes tendrán el mayor peso en las urnas.
Mucho se ha dicho y escrito acerca de cómo utilizar las plataformas como Facebook, Twitter, Instagram y Snapchat para alcanzar a esta legión de disgustados. Y ahí estriba el problema principal: el enfoque se dirige hacia el método, pero ignorando el contenido.
El verdadero votante del Siglo XXI no se deja llevar por la estética que deslumbraría al elector tradicional que ve la instalación de una impresora como algo admirable. La nueva cepa –que también incluye la Generación Z– exige una renovación en la manera de transmitir los programas de gobierno, las propuestas, y sobre todo, qué se puede esperar a corto, mediano y largo plazo una vez se elija determinada institución política o candidato.
Creo que, para promover canales de comunicación efectiva con esta porción demográfica, es imprescindible que se tomen en consideración tres puntos que podrían ayudar a facilitar las estrategias de alcance y persuasión a través del discurso político.
1. Dejar el paternalismo – Si algo dejó claro la reacción al tiroteo en la escuela secundaria Stoneman Douglas de Parkland es que los jóvenes no son tan apáticos a involucrarse en la discusión política. Una cosa es que sientan escepticismo hacia los partidos políticos, y otra es la necesidad de insertarse en del debate sociopolítico desde movimientos de base (grassroots) –como sucedió con March for Our Lives– que rompan con el estigma de que a las generaciones por desarrollarse son indiferentes a los cambios sociales.
Este surgimiento de movimientos alternativos obliga a los políticos a examinar su alcance. ¿Está trascendiendo el mensaje las estructuras partidistas? ¿Hay resonancia del mensaje en la juventud? ¿Se está atendiendo problemas cuyas consecuencias pueden extenderse por décadas? Son solo algunos cuestionamientos que deben realizarse para medir el efecto de los mensajes políticos en los votantes jóvenes. No se puede menospreciar el poder de convocatoria y de movilización que ejercería un sector fuertemente armado con los más recientes desarrollos tecnológicos.
2. Cortar la grasa – La emoción en el discurso tendrá que cederle el paso a la doble F: Facts and Figures. En la era de fake news, el ciudadano se ve obligado a dudarlo todo, desde los artículos que aparecen de manera silvestre en el historial de Facebook y Twitter, hasta los noticieros que por décadas eran considerados como fuentes irrefutables. Como consecuencia, el electorado se ha vuelto cada vez más suspicaz, creando un prejuicio en contra del político. Y para eso no hay palabreo que restablezca la confianza del electorado.
Aunque la persuasión es un elemento vital para atraer y movilizar votantes, la realidad es que el nuevo elector –naturalmente desconfiado– se inclinará más hacia la campaña o el candidato que le provea un panorama certero, con hechos y evidencia que le permita emitir un voto informado. Además, se prevé que el ejercicio de sentarse a escuchar la letanía del candidato pronto será cosa del pasado. Con una cotidianidad basada en el flujo inmediato de la información, las nuevas generaciones no van a disimular su menosprecio a la verborrea, por lo que el speechwriting no desaparecerá, pero ciertamente se tendrá que adaptar a nuevos formatos que se presenten como alternativa al sermón.
3. Redoblar esfuerzos de gamificación – No es casualidad que el juego Fortnite haya logrado generar aproximadamente $300 millones mensuales, convirtiéndose en uno de los más lucrativos en la historia de los juegos con descarga gratuita. Con más de 100 millones de usuarios en el mundo, se ha convertido en un fenómeno entre la cultura gamer.
De acuerdo a especialistas en el asunto, aparte de su diseño, una de las características principales para que Fortnite tenga tanto arraigo es la manera en que combina la rivalidad con la cooperación; a pesar de que los participantes compiten entre ellos, se genera un ambiente de camaradería mediante el juego.
Generalmente, la política se ha visto como una actividad reservada para personas extrovertidas y con destrezas de socialización afinadas, rezagando a quien no esté dispuesto a salir frente a una cámara o a ir de puerta en puerta para vender la imagen del candidato. Sin embargo hemos visto cómo a la generación que creó la campaña política del face-to-face le ha resultado tan difícil entender que los intercambios con cada vez más screen-to-face.
El mensaje de texto pasó a ser un meme o una foto, que inmediatamente procesamos y entendemos, tal y como si hubiésemos recibido un párrafo. En lugar de un mensaje de voz, enviamos el verso de una canción que parece explicar mejor lo que sentimos. Aun en los aspectos de comunicación más comunes, preferimos darle una dimensión de juego al mensaje.
Nos hemos gamificado.
Como consecuencia de un anglicismo del término gamification, se le conoce como gamificación al proceso de integrar elementos de juego a determinado campo, con miras a generar participación (en casos de los negocios y la educación) y la lealtad (en casos de mercadotecnia). En otras palabras, hacer de algo aburrido algo entretenido e interesante a través de la lógica del juego, ya sea la participación, la cooperación, la competencia y la recompensa.
¿Acaso estos tres elementos no están presentes a diario en la política? Tanto Barack Obama como Donald Trump son ejemplos de campañas presidenciales que recurrieron a esta estrategia, y no es casualidad que ambos lograran una movilización masiva entre los jóvenes.
Superficialmente, parece una estrategia bastante simple: desarrollar una aplicación llamativa para entretener al electorado; pero dista mucho de eso. Se trata de una planificación estratégicamente diseñada para crear una experiencia satisfactoria según cada grupo demográfico, de forma tal que se logre mantener el comportamiento de quien favorece al candidato, como de modificar el pensamiento de quien simpatiza con el adversario.
Con el aumento acelerado de las capacidades de los teléfonos móviles, las campañas deben comenzar a experimentar con este tipo de iniciativas, ya sea para el periodo de elecciones o para medir el nivel del agua durante la gestión de campaña permanente.
A favor o en contra, el hecho es que la generación que tendrá a su cargo el sostenimiento de las instituciones democráticas –y por lo tanto, las electorales– serán la millennial y la Generación Z. Con sus defectos y sus virtudes, indudablemente transformarán aún más el panorama político; desde la multiplicación de los movimientos grassroots hasta la integración de mecanismos digitales para la votación de candidatos, son los llamados a participar en la arena electoral.
Eventualmente, sabremos si la estirpe política que actualmente ostenta el poder asume la actitud de menosprecio que hasta el momento ha demostrado hacia las aspiraciones de renovación de las próximas generaciones, o si finalmente abren los ojos y cooperan en el impulso de nuevas tendencias que ofrezcan una verdadera oportunidad de participación electoral a todo ciudadano.