Don't Call It a Comeback: Los demócratas y la campaña permanente
Las campañas políticas son maratones; hay que administrar eficientemente el aguante del candidato, la fuerza del mensaje y la velocidad de su difusión hasta que se cuente el último voto. El problema surge cuando la campaña se siente más como caminar sobre una trotadora.
¿De dónde conseguirías la resistencia para llegar a una meta que cada vez se ve más lejos? Este es el dilema que enfrenta todo aspirante una vez resulta electo.
Una vez victorioso, el funcionario electo se encuentra en una encrucijada: la obligación de enfocar sus esfuerzos hacia la política pública, pero sin desatender la estructura partidista que le llevó al poder.
Como el proceso de mercadear la imagen del político y sus propuestas parece nunca acabar, se le conoce como “la campaña permanente”.
Al menos el origen documentado del concepto puede ubicarse en el 1976, cuando Patrick Caddell, el encuestador del presidente Jimmy Carter, le sugirió a éste que “gobernara por medio del apoyo público”, lo que exigía una campaña política constante. Sin embargo, el origen del término “campaña permanente” se le acredita al entonces asesor de Bill Clinton, Sidney Blumenthal. Según éste, la campaña permanente se refiere al ecosistema de la política (policy), donde el político se rehace para convertirse en un instrumento designado para sostener su popularidad como funcionario electo.
Es decir, que el político debe trabajar como funcionario, pero debe pensar como candidato. Cada gesto y cada palabra cumplen desde entonces una función dual:
Procurar el mejor desarrollo posible del gobierno que se representa.
Posicionarse en la conciencia del votante como una opción de futuro, a través de la gestión presente, aunque con la velocidad de las nuevas tecnologías de comunicación, casi inmediatamente se convierte en pasada.
A pesar de que por su definición parecería que cada campaña permanente se va improvisando durante la marcha, los autores David Dulio y Teri Towner reconocen tres elementos estructurales en común:
Partiendo de este diseño, vemos porqué la línea que separa la política pública de la mediatización de la política electoral es cada vez más difícil de identificar. Como parte de la vigilancia que tiene el ciudadano sobre el impacto –o la ausencia– de la figura del político en su diario vivir, todo candidato convertido en funcionario es forzado a decir “presente” o decir “adiós”.
Y en el caso de los candidatos, como todo producto, lo que no se ve no puede venderse.
Desde el punto de vista teórico, la campaña permanente puede considerarse como parte de la garantía que tienen los ciudadanos en la democracia representativa de que aquellos que eligieron cumplen con todos los deberes y las obligaciones que le fueron cedidas a través del voto. Por el lado práctico, el proceso le sirve como vehículo para acumular capital político durante su incumbencia, al tiempo que le permite la posibilidad de presentarse ante el electorado como digno de una reelección.
¿Y cómo pueden asegurar los políticos que serán reelectos?
Haciendo…o haciendo que hacen.
Por “hacer”, me refiero a la obra que todo político viene llamado a realizar, o sea, la propuesta y ejecución de la política pública. Por ejemplo, el legislador tiene la obligación de asistir a la sede del parlamento, participar del debate, consignar su voto y difundir las razones por las cuales decidió someter determinada iniciativa, así como favorecer o rechazar alguna medida.
En cuanto a la rama ejecutiva –llámesele presidente, gobernador, canciller o primer ministro– además de su exposición prominente, siempre carga con la imagen de responsabilidad que a través de la historia se ha depositado en los jefes de estado encargados de ejecutar la política pública.
Y por “hacer que se hace”, me refiero a la manera en que el político –candidato o funcionario electo– genera la percepción de que cumple con su deber ministerial. Esta tarea –por la cual, a veces injustamente, se responsabiliza a los consultores políticos– responde al cruce entre la política y el entretenimiento que surgió desde que se prendió el primer televisor. Las encuestas, los comunicados de prensa, spots publicitarios, afiches y memes son la orden del día en los cuartos de guerra, creando intensidad en el flujo de la información que se pretende llevar al público para humanizar al candidato, a la vez que se le proyecta como un trabajador incansable por el bienestar del pueblo.
Aunque es casi imposible hablar de la campaña permanente sin mencionar a Donald Trump, quien nunca ha separado al presidente del candidato, me dedicaré al análisis del Partido Demócrata, en específico a los posibles candidatos presidenciales para los comicios de 2020. Y es que casi todos los aspirantes a ocupar la Casa Blanca actualmente ocupan cargos electivos, por lo que se ven obligados a gastar sus suelas si quieren tener alguna oportunidad en las primarias.
CORY BOOKER
Comencemos con Cory Anthony Booker, exalcalde de la ciudad de Newark y el primer senador afroamericano del estado de Nueva Jersey.
Su nombre viene sonando en el espectro nacional desde las elecciones presidenciales de 2016, cuando se le mencionada como un posible candidato a la vicepresidencia junto a Hillary Clinton. Sin embargo, los rumores fueron rápidamente desmentidos.
Aprovechando que su nombre se iba haciendo cada vez más conocido, Booker ha dejado parcialmente claras sus intenciones de correr para la presidencia. Pero, como la política se mueve tan rápido y deja atrás a quien no le siga el paso, el joven abogado sabe que si no se mueve rápido, su nombre pasará al olvido.
Como todo político joven, Booker se convierte en blanco fácil para los ataques sobre “falta de experiencia” e “ingenuidad”, más aún cuando su trasfondo como funcionario local automáticamente lo coloca en desventaja en el debate relacionado con la política exterior.
¿Su manera de atender este problema? Hacer que le nombren como miembro de la Comisión de Política Exterior. Además de adquirir la experiencia necesaria para no poner cara de teléfono ocupado cuando se le cuestione sobre ISIS o las relaciones entre Israel y Palestina, debido a que son temas de relaciones internacionales alto interés público en los Estados Unidos, le garantiza suficiente material para mantenerse relevante.
No obstante, durante las vistas en la Comisión de lo Jurídico del Senado para la confirmación del ahora Juez Asociado de la Corte Suprema, Brett Kavanaugh, Booker logró sus 15 minutos de fama.
Durante la vista, Booker interrogó a Kavanaugh acerca de varios correos electrónicos marcados como “confidenciales de la comisión”, que datan del periodo en que Kavanaugh se desempeñaba como asesor legal de la Casa Blanca, durante la presidencia de George W. Bush. Los correos electrónicos, que se hicieron públicos por la oficina de Booker al día siguiente del intercambio entre el senador y el nominado, demostraban que Kavanaugh discutió con otros miembros del equipo de Bush el uso de perfiles raciales como una medida para combatir el terrorismo, particularmente después del 9/11.
Booker admitió que había violado las reglas del Senado al divulgar los documentos, exponiéndose a la posibilidad de la expulsión del Senado; no obstante, defendió su decisión, refiriéndose al proceso de producción de documentos para la audiencia como “una farsa” y desafiando a quienes le advirtieron sobre las consecuencias con dos palabras: “Bring it!”
El éxito o fracaso de Booker dependerá del uso que haga de su juventud. Bien podría utilizarla a su favor como una de las estrellas en ascenso dentro del Partido Demócrata, contrastando con la imagen de Trump, quien para 2020 tendrá 74 años de edad. Por otro lado, ser el más joven de los candidatos puede ser contraproducente, en tanto necesitará llenar su arsenal de política pública si quiere silenciar a quienes le critican por no tener la experiencia suficiente.
Definitivamente, Booker es quien más necesita de la campaña permanente para generar el reconocimiento de marca que no necesitan aspirantes como Bernie Sander y Elizabeth Warren. Por lo que se ha visto, su posición en la Comisión de Política Exterior no surtirá el efecto mediático deseado, por lo que si desea resaltar, debe aprovechar el clima racista que ha creado el Partido Republicano y jugarse la “carta Obama”.
ELIZABETH WARREN
Referida por Trump como “Pocahontas”, Warren tiene un trasfondo digno de una película. Oriunda de Oklahoma e hija de un conserje y una empleada de Sears, fue parte de las familias estadounidenses víctimas de la crisis económica. Casada desde los 19 años, pasó a convertirse en maestra, luego en abogada y profesora de la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard, hasta convertirse en senadora por el estado de Massachusetts.
Aunque es mayormente identificada como de centro-izquierda, Warren tiene en su expediente una de las políticas públicas más progresivas que cualquier demócrata haya logrado implementar en los últimos diez años, probablemente superada solo por la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible (Obamacare). Me refiero a la creación de Oficina para la Protección Financiera del Consumidor (Consumer Financial Protection Bureau). Gracias a este tipo de iniciativas dirigidas a proteger a la clase media, hubo un fuerte movimiento para que la experta en Derecho de Quiebra lanzara su candidatura presidencial para los comicios de 2016.
Nunca pudo descifrarse si la resistencia de Warren se debió a presiones dentro del Partido Demócrata a favor de Hillary Clinton, o simplemente no se sentía preparada para dar el salto, pero el llamado quedó en oídos sordos.
Hasta que llegó Trump y comenzó a afectar el sistema nervioso en el liderato demócrata.
Políticos como Warren, quien demostró ser progresista pero pragmática, pero con una convicción moral de que el Partido Republicano representa el fin de la clase trabajadora, no pudo evitar entrar a la contienda. El 29 de septiembre de 2018, prácticamente anunció su aspiración a la presidencia.
Entiendo que, al igual que Cory Booker, Elizabeth Warren procuró mejorar sus credenciales sobre política exterior, agenciándose un asiento en la Comisión para las Fuerzas Armadas (Armed Services Committee). Sin embargo, a diferencia del senador de Nueva Jersey, el nombre de Warren cuenta, no solo con un reconocimiento en la base demócrata que fácilmente puede ser enamorada con su discurso semipopulista, sino que también cuenta con un fuerte apoyo en un nicho poblacional que ya le reconoce como su defensora: la clase media/trabajadora.
Sabiendo que Trump es un bully por naturaleza y una vez apoda a un contrincante se aferra al insulto, la senadora arriesgó toda su credibilidad como política sometiéndose una prueba de ADN para enterrar el debate en torno a su ascendencia amerindia. El resultado, aparte de despojar a Trump del privilegio presidencial de llamarle “Pocahontas”, permitió a que Warren se colocara nuevamente entre las posibles figuras demócratas en las primarias que estarán comenzando a tomar auge en 2019.
Para Warren la campaña permanente se basa en proyectarse como una de las posibles versiones de la anti-Donald Trump; tiene que utilizar su bagaje como académica para neutralizar la retórica vacía del presidente con propuestas específicas. Ahora bien, el reto que encara estriba en armonizar su amplio conocimiento en asuntos financieros con un discurso simple en beneficio de la población obrera, con menos cifras y más esperanza.
Y lo más importante, alcanzar la influencia en el sentimiento votante que logró Bernie Sanders gracias a que él se atrevió a lo que ella rehuyó: hacerle frente a la dinastía Clinton y a la maquinaria del Partido Demócrata.
Si no tuerce el camino y se mantiene en un mensaje de “nivelar el campo de juego” entre las corporaciones multimillonarias y los cabilderos que las representan, versus “el pueblo” –con un vocabulario distinto al de Sanders– Elizabeth Warren tiene la posibilidad de lograr la nominación demócrata, lo cual será un reto monumental mientras el senador independiente coquetee con la idea de brincar la raya para buscar la revancha contra el establishment.
BERNIE SANDERS
El socialdemócrata de Vermont claramente se quedó con el sabor a Casa Blanca en el paladar. No podemos culparlo, ¿tener el apoyo indiscutible de tu base, así como el de una cantidad sustancial de electores independientes y ver cómo tu campaña se hace aire por la intransigencia del business as usual?
Eso debe doler. Sobre todo porque en todas las encuestas, Sanders se proyectó con mejores posibilidades que Hillary contra Trump.
Pero agua pasada no mueve molino, y la realidad es que Bernie aún mantiene un apoyo sólido entre ciertos sectores de izquierda y alguna porción de los independientes. ¿Será suficiente como para salir victorioso de una primaria con mejor competencia que en 2016? Me aventuro a concluir que, de continuar con el discurso socialdemócrata de la pasada contienda, el respaldo no será ni remotamente similar. Definitivamente será una fuerza a tener en cuenta, pero según se está acomodando el tablero, el conteo de Bernie Bros está destinado a disminuir.
Claro, su capital político como opositor se ha mantenido, particularmente con el rol que desempeñó en la iniciativa para que el gigante Amazon aumentara el salario mínimo de sus empleados a $15.
Sin embargo, el panorama]dista mucho del 2010, cuando Bernie se hizo popular con su filibusterismo para bloquear la aprobación de un acuerdo tributario entre el presidente Obama y el Congreso republicano.
Pero no fue hasta abril de 2015, cuando anunció oficialmente sus aspiraciones a la presidencia, que sus ideales socialdemócratas pasaron a formar parte de la cultura popular de la política estadounidense. De repente miles y miles de personas que no querían nada que ver con el ambiente político partidista se inscribían en masa para participar de las primarias demócratas de 2016. Indudablemente, el grupo más seducido por la retórica de Sanders fue el de los millennials, quienes se identificaban con la misión de socavar el capitalismo que los mantenía en la parte de abajo de la rueda.
Tras protagonizar una primaria sumamente tan reñida como lo fue controversial –durante la cual en ocasiones parecía dominar– finalmente Sanders tuvo que aceptar la derrota frente a Hillary Clinton, e incluso ofrecer un discurso en la Convención Nacional Demócrata de 2016.
Pese a la mala jugada que le hizo el Partido Demócrata, Sanders no ha dejado de ser una de las voces con mayor prominencia en el debate político. Su constante presión para más reglamentación en Wall Street, su eterna lucha por lograr un plan de salud universal, y para revocar el caso Citizens United, le garantizan una cantidad generosa de cobertura por los medios, por lo que no tiene que preocuparse mucho por su estrategia de campaña permanente. De hecho, recientemente salió a relucir que él y su equipo crearon un programa de entrevista en formato de podcast llamado The Bernie Sanders Show. Esto no solo aumenta su aura de candidato independiente, sino que le permite palpar constantemente el sentir del electorado mientras construye una base de datos de simpatizantes, al margen de cualquier data del Partido Demócrata. Punto para Bernie.
Contrario a los demás candidatos, Bernie puede darse el lujo de ser él mismo. Ya todo el mundo sabe que es socialdemócrata, que es fanático de los movimientos de izquierda a nivel internacional y que sueña con la implosión de la élite financiera de los Estados Unidos, y aun así, estuvo a punto de destronar a una rival de la talla de Hillary Clinton.
Veremos si los votantes responden a su oferta con el mismo entusiasmo que en 2016. La política, incluso con los modelos anticuados de partidos políticos, cambia…pero más rápido cambia el electorado. Es incierto si, por ejemplo, Sanders puede recaudar dinero en las cifras récord que lo hizo durante la primaria presidencial. Dado a que su campaña rechazó las donaciones de corporaciones, el grueso de sus recaudaciones eran donaciones individuales cuyo promedio no pasaban de $50, lo cual me lleva al segundo punto en su contra. Existe la posibilidad de que muchos de los electores independientes que buscaban una alternativa al mainstream político hayan encontrado su respuesta en Donald Trump.
Aunque parecen diametralmente opuestos, durante la carrera primarista de 2016, Sanders y Trump coincidían en su habilidad para atraer el voto independiente, ya que ambos se perfilaban como los outsiders populistas dentro de sus respectivos partidos.
Ya que el votante independiente no se circunscribe a ideologías, sino a resultados concretos, podría ser que la estrategia de Trump –particularmente en la economía–termine haciéndole daño a las aspiraciones del ahora senador independiente de Vermont.
Dicen que los males de la democracia se curan con más democracia. Tras la derrota aplastante que sufrió en las últimas elecciones, el Partido Demócrata parece atacar los males del centrismo con más centrismo.
¿Y quién mejor para promover el centro que el lugarteniente de Barack Obama?
JOE BIDEN
Todo indicaba que Biden correría para la presidencia en 2016. Apadrinado por Obama y los power players del Partido Demócrata, Hillary hubiese tenido que pensarlo dos veces antes de atreverse a retarlo.
Habiendo perdido la oportunidad para la nominación durante las primarias de 1988 y 2008, se vislumbraba que en 2016 finalmente le llegaría la oportunidad.
Sin embargo, la tragedia le impidió concretar sus planes: su hijo y virtual candidato para la gobernación de Delaware, Beau Biden, falleció tras una larga lucha contra el cáncer. El impacto que tuvo esta pérdida sobre Joe selló su destino…por el momento.
Actualmente el vicepresidente número 47 es uno de los favoritos para ganar la nominación en las próximas primarias.
Como Sanders, Biden goza de reconocimiento a nivel nacional, y su personalidad le ha ganado fama ser alguien que puede tender puentes con los republicanos, como lo demostró en varias ocasiones cuando tuvo que negociar con asuntos de gran trascendencia con la Cámara de Representantes de John Boehner.
Pero Biden tiene algo que Sanders jamás podrá tener. Al ser la encarnación del centro ideológico, tendría la oportunidad de aglutinar a electores que entienden que el Partido Demócrata debe quedarse tal y como está, como también podría ajustar su mensaje para atraer a republicanos que consideren extremas las políticas de Trump.
Aunque ha sido el más reservado de todos los candidatos que se mencionan para convertirse en el archienemigo de Trump, la realidad es que Biden no tiene que hacer mucho ruido hasta que decida anunciar su candidatura. Posee una infraestructura de datos y movilización electoral que arrancaría cuando él así lo pida; tiene el endoso de uno de los expresidentes con mayor carisma en la historia política de los Estados Unidos; y ha sabido posicionarse en la campaña permanente criticando por nombre y apellido a Donald Trump.
Si las encuestas continúan el patrón que exhiben hasta ahora, todo indica que uno de los dos podios restantes en la contienda presidencial será el de Joe Biden.
El hecho de que los partidos políticos pierden cada vez más el apoyo ciudadano demuestra que la campaña permanente no se trata de una moda de la política moderna, ni tampoco es un pretexto de la consultoría política para manipular la percepción pública hacia los candidatos y funcionarios. Se trata de la manifestación de una tendencia originada en la doctrina constitucional estadounidense, pero que ha evolucionado hasta trascender toda barrera geográfica, social y lingüística, que exige mayor transparencia de aquellos a quienes se les concedió el privilegio de gobernar.