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Flip-flapping: El caso de Aunt Jemima y el "branding" contra la cultura de cancelación

Flip-flapping: El caso de Aunt Jemima y el "branding" contra la cultura de cancelación

La indignación que causó la muerte de George Floyd a manos de la Policía no se ha limitado a la ocupación de las calles y las manifestaciones masivas. El reclamo histórico de los negros estadounidenses en contra del racismo parece un tsunami que no se detendrá hasta arrasar con todo indicio de discrimen, incluyendo aquellos productos con imágenes y nombres que de alguna manera promuevan la inferioridad afroamericana.

El maremoto racial cobró su primera víctima: la famosa marca de pancakes, Aunt Jemima.

Fundada en 1889, la marca que revolucionó el desayuno lleva el nombre de una canción compuesta por Billy Kersands en 1875.

Aunque “Aunt Jemima” realmente no existió, su estereotipo fue inmortalizado a través de “Mammy”, la caricatura de origen indiscutiblemente racista, de una mujer negra, entregada en cuerpo y alma a la crianza de los hijos del amo blanco.

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Debido a que no había nada incorrecto  en ser racista, la empresa se dio a la tarea de encontrar la embajadora negra para promocionar el producto. La seleccionada para encarnar la mítica Aunt Jemima fue Nancy Green, una exesclava que fue liberada a los 30 años tras servir como niñera para los hijos de un juez.

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Como parte del acuerdo firmado con Randolph Truett Davis Milling Company (nombre original de la empresa), Green se dedicó a viajar por distintas ferias en los Estados Unidos como la  portavoz de la marca.  La versión popular es que sus dotes culinarias y su arte para cantar y contar historias la convirtieron en una atracción para todo tipo de público.

Sin embargo, el clima de tensiones raciales obliga a repensar el rol de Nancy Green, no como una figura de entretenimiento, sino como el símbolo de una opresión institucionalizada que hacía del color de piel un espectáculo. De hecho, esta no es la primera acusación de racismo contra la imagen de Aunt Jemima; en 1989 se desataron una serie de críticas hacia la imagen representada en la etiqueta. Esto obligó a cambiar el pañuelo de la cabeza de la modelo por unos pendientes de perlas.

Aunt Jemima, antes y ahora (por el momento).

Aunt Jemima, antes y ahora (por el momento).

Más de 30 años después, la marca atraviesa por una fase de renovación forzada, porque la imagen que por siglos distinguió sus productos nació del discrimen y representa el insulto a los valores de respeto e igualdad que se reclaman a nivel mundial.

¿Qué sucederá con la caja de pancakes y las botellas de syrup que hasta el momento han dominado su segmento en el mercado? Algunos afirmarán que  la situación que enfrenta Aunt Jemima no es tan negativa como aparenta, y que con remover el rostro negro de la etiqueta se corrige cualquier ofensa, pero en realidad el asunto no es tan simple.

No se trata de la calidad del producto; los bizcochos y el jarabe pegajoso sabrán igualmente buenos a cualquier hora del día, y prepararlos seguirá siendo tan a prueba de dummies como hasta ahora.

El reto no consiste en cambiar el logo y que la gente se olvide de la señora negra. Su problema no es de marketing, sino de branding.

A diferencia de los cambios superficiales en las imágenes, los colores y la forma de las letras en las etiquetas, el concepto de branding se refiere a la reputación de un producto, servicio o empresa. Es el conjunto de ideales que eventualmente logran crear una comunidad de seguidores que comparten una “cultura” alrededor de los sentimientos que tienen hacia la marca. Y en el mejor de los casos, la cultura se transforma  en un relato que trasciende tiempo y espacio, como lo hizo Aunt Jemima.

Nike, Apple y Coca-Cola, son los mejores ejemplos de la manera en que una marca arrastra décadas de transformaciones superficiales en la estética de su empaque, pero al mismo tiempo, son nombres que revelan una lealtad del público que raya en el culto.

Sin embargo, cuando se tocan puntos sensitivos, las lealtades pueden cambiar, y cualquier equivocación o manejo cuestionable de una marca puede convertir a seguidores en opositores.

“Se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla”.  -Warren Buffett

Hemos visto ascender a marcas como Etsy, Zoom y Spotify, y figuras influyentes como Greta Thunberg y Dwayne Johnson. Pero también vimos los desastres de Facebook con el manejo torpe de datos privados; H&M y la catástrofe de su abrigo con el mensaje racista; el flunk del comercial de Kendall Jenner para Pepsi, así como la caída de íconos como Paula Deen y Roseanne Barr debido a comentarios racistas, como a Kevin Spacey, Harvey Weinstein y R. Kelly a manos del movimiento “Me Too”.

Este despliegue de indignación ha evolucionado al punto de crear una cultura que gira en torno a utilizar las plataformas sociales para generar movilizaciones con la intención de boicotear a toda figura pública o empresa que opine o se comporte de manera cuestionable, incurra en alguna conducta  ilegal o antiética.

Bienvenido al Cancel Culture, donde un solo strike te saca del juego.

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Al igual que la fórmula para hacer los pancakes Aunt Jemima, la mecánica del cancel culture es sencilla: señalar algún tipo de conducta y avergonzar a la persona o institución hasta que desaparezca del panorama. No hay perdón que valga, y la guillotina digital no discrimina; corta cualquier cabeza, independientemente de raza, posición socioeconómica u orientación sexual.

De ahí surge el choque entre un sector social con la misión de cancelar todo lo que entienden negativo, contra la necesidad que tienen las empresas y figuras públicas de establecer su marca, crear una comunidad de seguidores y amplificar su presencia a través de las plataformas sociales. Es una guerra con el potencial de destruir muchas vidas –metafórica y literalmente– debido a la impulsividad con la cual se mueven los que pregonan la moralidad del cancel culture; y la volatilidad con la que se elige qué es bueno y malo, en muchas ocasiones parece convertir un reclamo cibernético de conciencia social en una dictadura moralista.

La situación de Aunt Jemima claramente involucra un reclamo de justicia racial que no debe ser ignorado, y demuestra que los altos ejecutivos de la compañía tienen que responder por haber servido por más de un siglo como mercaderes del discrimen solapado. Pero si algo queda igualmente claro es que no todas las denuncias de ofensa social se deben medir con la misma vara. Aquí no hay un one size fits all.

Por otro lado, hay algo que las empresas y figuras públicas –especialmente los políticos–tienen que incrustarse en la mente que la historia tiende a ser cíclica, y  lo que hoy es aceptado mañana puede ser rechazado, como sucedió con la esclavitud y está sucediendo con la homofobia y el machismo. La estrategia del branding político a perpetuidad dejó de funcionar. La mentalidad de culto a los partidos políticos y a sus candidatos tienen fecha de caducidad y la resaca del Kool-Aid puede ser desastrosa.

Case in point? El Partido Republicano de Donald Trump ante el COVID-19.

Nada peor que  beber de tu propio Kool-Aid.

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Lo que comenzó como una marca infalible para proyectar a los Estados Unidos como la joya de la corona en asuntos políticos y económicos, se ha convertido en la burla internacional, en una parodia de cómo manejar una pandemia. Tres meses atrás eran pocos los que le daban alguna oportunidad de triunfo a Joe  Biden contra el apoyo masivo que tenía el presidente. Hoy el panorama es muy distinto: el candidato demócrata aparenta llevar una ventaja sólida rumbo a las elecciones de 2020.

Hay que dejar  claro que la ventaja de Biden se debe más a la caída estrepitosa que sufre el branding de Trump y no a su expertise en política pública ni a su carisma. La imagen del líder republicano, su garantía de un gobierno de calidad para los estadounidenses y sus productos etiquetados bajo “Make America Great Again” y “Keep America Great”, están constantemente en la mirilla del cancel culture como resultado de la negligencia en el manejo de la economía y la dejadez en torno a implementar medidas de protección ante el Coronavirus, y la indiferencia que ha mostrado ante la muerte de varios afroamericanos a manos de la Policía.  

A cinco meses de la elección presidencial, pronto descubriremos si la estrategia de branding del Partido Republicano, y su producto, Donald Trump se impone al cancel culture o si al igual que Aunt Jemima, se verá obligado a cambiar su etiqueta, reformular su imagen y analizar su posición histórica de su oferta en el mercado.

Pero el Partido Demócrata no tiene nada que envidiarle a los republicanos; Joe Biden es otro producto defectuoso al que le persiguen los fantasmas racistas del pasado.

Quizás se deba al paso del tiempo, pero además de ser el autor intelectual de la ley que ha provocado la encarcelación masiva de afroamericanos, Biden también posee un amplio repertorio de comentarios tan ofensivos como los de Trump. Por ejemplo, cuando en un fallido intento de conectar con un simpatizante de ascendencia india, dijo que no se podía entrar a un 7-Eleven o a un Dunkin Donuts “a menos que tenga un ligero acento indio”.

Esta barbaridad fue hace más de diez años, así que no me opongo al argumento de que los golpes, las derrotas a sus aspiraciones presidenciales y haber servido como vicepresidente del primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos hayan servido de lección.

Pero…¿cómo se explica que durante su tercer intento a la presidencia, se tropiece con la misma piedra? La ofensa no fue internacional, pero la vergüenza sí: “Los niños pobres son tan inteligentes y talentosos como los niños blancos”.

Probablemente Biden, a diferencia de Trump, no dice estas cosas con la intención de ofender. Sin embargo, los deslices de su lengua no pasan inadvertidos, y le han merecido un sitial en el Salón de la Fama de los políticos cancelados por millennials y centennials.

El hecho de que nadie se escapa de la cultura de cancelación pone en peligro el libre flujo de las ideas, ya que de la noche a la mañana puede convertirse en un medio de censura controlado por una minoría muy vocal. Pero, por otra parte, funciona como un freno a las conductas que por décadas le han servido tanto al sector público como a la empresa privada para fijar barreras raciales y socioeconómicas a través del branding de candidatos, clases sociales, productos y servicios.

Como todo síntoma que refleja el sistema capitalista y democrático, apuesto a que la cancel culture buscará la manera de autorregularse. De lo contrario, se arriesga a ser eliminada por las fuerzas que necesitan del branding para sobrevivir, irónicamente, convirtiéndose en otra marca más.

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