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  comunicación y estrategia política

Weapon of Mass Diffusion: La televisión como arma de difusión masiva (IV)

Weapon of Mass Diffusion: La televisión como arma de difusión masiva (IV)

Los adelantos tecnológicos en la comunicación entre las décadas  de los 30’s y los 80’s propiciaron la masificación del mensaje político. Más que nunca, la comunicación entre los candidatos y funcionarios electos con los ciudadanos había alcanzado su mayor nivel de transparencia. El contacto directo que brindaba la televisión era insustituible. Sin embargo, la innovación en las tecnologías de comunicación masiva se paralizó por décadas hasta que finales de los 90’s apareció la Internet en el ámbito político.

Debido a esa inercia tecnológica, esta entrada se dedicará a exponer cómo las presidencias estadounidenses utilizaron el medio de comunicación imperante –la televisión– como vehículo para destacar sus campañas según las circunstancias particulares que tuvo cada  contienda.

En la entrada anterior pudiste ver cómo la comedia irrumpió la gestión presidencial, haciendo de la burla política un subgénero creado por programas como Saturday Night Live

Su más reciente víctima era el presidente Jimmy Carter, cuya presidencia errática nunca sacó los pies del lodazal, y tenía como rival al gobernador republicano de California, Ronald Reagan.

El conservador acicalado parecía venir con las mismas credenciales de Carter: otro gobernador pretendiendo llegar al Despacho Oval. Pero Reagan no era alguien que simplemente saltaba de la escena estatal al spotlight nacional; su pedigrí como actor cimentó la personalidad que posteriormente trasplantó en el terreno político.

The Great Communicator

Con apenas 30 años, Ronald Reagan era una estrella de Hollywood. El joven galán fue uno de los actores más cotizados de la empresa Warner Bros, destacándose como George “The Gipper” Gipp, en la película Knute Rockne, All American.

Luego de probar suerte como director de películas sobre propaganda anti-nazi, presidió el Sindicato de Actores de Cine (Screen Actors Guild), donde comenzó su repudio al comunismo debido a las amenazas de muerte que recibió por parte de grupos identificados con la filosofía de izquierda. Un poco frustrado por la animosidad que hubo contra su presidencia del gremio actoral, le dio la espalda al cine para dedicarse a la pantalla chica, convirtiéndose en portavoz de la poderosa empresa General Electric.

Reagan estaba como pez en el agua, nadando cómodo entre las corrientes de la empresa  privada y la televisión, pero un viejo amigo tenía otros planes. El candidato presidencial, Barry Goldwater estaba en amplia desventaja frente al entonces presidente, Lyndon B. Johnson, y necesitaba toda la ayuda posible. Habiendo visto en su pupilo un gran potencial para la oratoria, el republicano reclutó a Reagan para que ofreciera un discurso que sirviera para movilizar a los electores conservadores. La alocución ofrecida el 27 de octubre de 1964, es recordada como una de las mejores piezas retóricas en la política estadounidense.

Aunque Goldwater no pudo vencer a Lyndon Johnson, Ronald Reagan había caído sobre el Partido Republicano como un meteoro. Su  mensaje basado en una polarización entre el comunismo y el libre mercado deslumbró a los líderes conservadores al punto que 3 años más tarde, el vendedor de enseres para el hogar ocupaba la gobernación de California, donde se mantuvo por dos términos.

No obstante, el camino hacia la presidencia fue largo y tortuoso. En su primer intento durante la contienda de 1968, fracasó en colocarse como un candidato de consenso entre Richard Nixon y Nelson Rockefeller. Tampoco tuvo éxito al retar a Gerald Ford durante su incumbencia. Su mensaje de guerra contra el comunismo no encontró eco en el Washington post Watergate.; para arreglar  el mundo, antes había que enderezar la casa.

Pero como dicen: “Third time’s the charm”.

La amenaza roja era cada vez más evidente y Ford nunca estuvo en control de las tensiones mundiales. Jimmy Carter, a pesar  de haber vencido a Ford, tampoco encajaba con las circunstancias: el Congreso apenas dio paso a sus proyectos más importantes, el Partido Demócrata lo daba por perdido y los electores lo veían como un candidato débil que servía más como objeto de comedia que para dirigir a los Estados Unidos. La campaña de Reagan estaba consciente de la debilidad que proyectaba Carter y  aprovechó el momento para establecer el contraste entre la pusilanimidad demócrata y la mano firme republicana.

Solamente hubo un debate entre Reagan y Carter, pero uno fue suficiente como para que el republicano dejara clara su superioridad retórica. El momento emblemático fue durante el único debate entre los aspirantes…y el candidato independiente, John Anderson.

Era la última oportunidad que tenía Carter para convencer a los electores de que no era un presidente desechable, que merecía cuatro años más en la Casa Blanca.

El demócrata falló miserablemente de principio a fin, pero hubo dos momentos en que Reagan se graduó de retador a campeón. El primero fue durante un intercambio relacionado con la reforma salubrista y el programa Medicare. Justo después de la letanía de Carter, Ronald ripostó con cinco palabras:

“Governor, there you go again.”

Entre el eco de las carcajadas que arrancó Reagan, se veía cómo la dignidad de Carter abandonaba la tarima. Durante el turno final del debate, el actor sacó a relucir sus dotes y cerró la escena con broche de oro. Mirando fijamente hacia la cámara, convirtió la elección en un referéndum sobre el desempeño de su rival.

Por mayoría abrumadora, ganó el rechazo a Carter, quien se convirtió en el segundo presidente en ser removido desde que Franklin Delano Roosevelt venció a Herbert Hoover en la elección de 1932. La imagen de Reagan, su habilidad para el performance y su conexión innata con la gente, hicieron que Gipper se convirtiera en el rostro del nuevo movimiento conservador de los Estados Unidos.

Sin embargo, la historia se repitió. Tal y como le sucedió a su partidario Henry Ford, Reagan también fue blanco de un atentado. El 30 de marzo de 1981, mientras salía de un hotel, fue alcanzado por una bala disparada por John Hinckley. Aunque la herida del presidente fue mínima, su secretario de prensa, James Brady, recibió un balazo en la cabeza que paralizó permanentemente el lado izquierdo de su cuerpo, como también resultaron heridos un oficial de la Policía de Washington, D.C. y un agente del Servicio Secreto.

A pesar de que en el escenario global enfrentó un sinnúmero de críticas en su manejo de la Guerra Fría y el envío de tropas a combatir en la guerra civil del Líbano, Reagan gozaba de mucho respaldo en los asuntos locales, particularmente por su enfoque en el aspecto económico. Como si se tratase de un doctor en la materia, su visión de un sistema puramente capitalista que sustituyera el asistencialismo del gobierno federal, se creó la teoría de la Reaganomics, una propuesta basada en bajar los impuestos y reducir la intervención gubernamental. Su equipo de campaña aprovechó la contraposición del momento entre el capitalismo estadounidense y el comunismo soviético para mostrar otro perfil del Reagan  de camino hacia la reelección de 1984.

Este spot no solo pretendía proyectar a  Reagan como el perito en economía que jamás fue, también llevaba el mensaje de que los demócratas solo buscaban aumentar los impuestos para “mantener” a los sectores minoritarios como los afroamericanos, que a su vez eran la causa del disgusto –evidente pero solapado– de los electores blancos.

Pero, por supuesto, un candidato que apela a las emociones con la facilidad con la cual lo hacía Ronald, no se limitaría a un anuncio puramente sobre política económica. Hacía falta el toque al corazón, el jalón de sentimientos.

Reagan asumió el papel paternalista; el padre que abraza a todos los hijos de la nación y con un tono que evoca comodidad y calidez, le da la bienvenida a una nueva América. La mañana en los Estados Unidos en contraste con la oscuridad asociada al Partido Demócrata y su candidato, Walter Mondale, a quien Reagan apabulló durante un debate  con mayor facilidad con la cual destruyó a Carter. Haciendo uso de la técnica retórica llamada praeteritio (mencionar algo mientras dice que no se puede discutir) en torno a las dudas que existían acerca de su capacidad para gobernar a su avanzada edad.

Cuando logras que hasta el moderador rompa su poker face y se ría tanto como lo hace el público, sabes que diste el jaque mate. El destino estaba sellado para que el presidente sirviera cuatro años más.

Gracias a la televisión, Ronald Reagan inició el discurso moderno de polarización política entre republicanos y demócratas. Hizo de su rostro y su voz sus armas predilectas para combatir a la oposición. Las campañas post Reagan reconocieron la importancia de la telegenia para difundir asuntos banales y filosóficos.

Para el desasosiego de muchos, ninguno de los dos candidatos en la contienda de 1988 tenía mucho que aportar para continuar el legado del “Gran Comunicador”.

A Kinder, Gentler President

George H.W. Bush aceptó la candidatura presidencial luego de fungir 8 años como vicepresidente de Reagan. Esto presentaba una desventaja para el republicano, ya que ser el segundo al mando tiende a crear una predisposición a no asumir posturas de liderato; una especie de autosabotaje que no cuaja con una aspiración al máximo sitial político.

Su trasfondo militar y su experiencia como embajador en la Organización de las Naciones Unidas y como enlace con la República Popular de China lo hacían ver como un Eisenhower moderno, o un Reagan tibio, según el gusto. Contrario a Ronald, George no levantaba pasiones. Su enfoque era puramente sobrio y pragmático, pero nunca inocente. De hecho, uno de los ataques más viciosos en una campaña presidencial fue de parte, contra el demócrata Michael Dukakis, exgobernador de Massachusetts.

Durante sus años en la gobernación, Dukakis llevó a cabo una serie de medidas bastante flexibles para atender la incidencia criminal, incluyendo un programa de permisos que le permitían al prisionero salir de la prisión –escoltados o sin supervisión– y luego regresar. Uno de los beneficiarios del programa, William Horton, convicto a cadena perpetua por asesinato, se fugó y violó a una mujer y agredió a su pareja. El Partido republicano utilizó el caso para proyectar a Dukakis como un incompetente que creía en otorgar derechos inmerecidos a los criminales, mientras reforzaba la imagen de Bush como un moralista a favor de castigos severos, incluyendo aplicar la pena de muerte.

Aunque la campaña de Bush padre negó cualquier participación en el spot, fueron blanco de ataques por parte de grupos activistas de derechos civiles que señalaron a Bush como un candidato racista que aprovechaba la coyuntura electoral para discriminar contra los negros. La inocencia de la campaña del candidato republicano no era muy creíble, ya que poco después del spot de Willie Horton, apareció en la televisión otro anuncio –esta vez debidamente identificado con las candidaturas de “Bush-Quayle 88”– atacando la misma política de Dukakis contra el crimen.

El spot de “la puerta giratoria” es venerado como  uno de los mejores ataques en la historia de la comunicación política, pero el  manual de campañas políticas es claro: no puedes patear demasiado al caído. De manera que Bush tenía que buscarla manera de verse un poco más humano, y la realidad es que una de sus fortalezas radicaba en que era un hombre de familia. ¿Por qué no explotar uno de los pocos escenarios en los cuales George se sentía cómodo?

Además del éxito que tuvo el esfuerzo republicano de vender el mensaje de miedo, el debate presidencial se concentró en la actitud de cada  candidato hacia la pena de muerte. Una vez más, el debate televisado demostró tener la capacidad de alterar la opinión pública. Durante una de las preguntas, el moderador le cuestionó a Dukakis si favorecería la pena de muerte si su esposa, Kitty Dukakis, fuese violada.

La respuesta del candidato demócrata fue tan insípida y técnica que daba la impresión de que detrás del podio había un androide. Todavía los estudiosos de los debates políticos no se explican la motivación de Dukakis para saltar de inmediato a la parte literal de la pregunta en lugar de enfocarse  en el aspecto emocional; el temor de un esposo a que su esposa atraviese una experiencia tan traumática como una violación. El caso es que Dukakis no logró rehabilitar la imagen de inútil que le pintó la campaña de Bush, particularmente con un spot en el cual se puede decir que indirectamente se atacó el aspecto físico del exgobernador.

Por convicción o por seguir la corriente pacifista democrática del momento, Dukakis siempre se pronunció en contra del gasto militar. En este spot el equipo republicano fue exitoso en dos aspectos: demostrar la contradicción entre la imagen militar que los demócratas querían proyectar y humillar a un candidato que parecía el estudiante fracasado del boot camp que consolaron dándole una vuelta en el tanque.

Compitiendo solamente con la sombra que quedaba de Dukakis, Bush se convirtió en el presidente estadounidense número 41, comenzando la historia que su hijo continuaría 12 años después.

George H.W. Bush juramentando junto a su esposa, Barbara.

George H.W. Bush juramentando junto a su esposa, Barbara.

El inicio de su corta presidencia fue prometedor. Hasta el momento, la promesa de gobernar con un republicanismo moderado como alternativa al Reaganismo estaba siendo cumplida. La Guerra Fría llegó a su fin, el muro de Berlín cayó, las negociaciones para el Tratado de Libre Comercio de América del Norte iniciaron amigablemente y los intereses económicos de Estados Unidos en Panamá fueron asegurados tras el encarcelamiento de Manuel Noriega.

Sin embargo, los intereses en el Oriente Medio estaban siendo amenazados luego de que Sadam Hussein invadiera Kuwait para apropiarse de su petróleo. Fue la primera vez que la amplia experiencia diplomática de Bush no fue suficiente para detener un conflicto. No había más remedio que convencer a la O.N.U. y al Congreso de la necesidad de usar la fuerza militar. La operación Desert Storm entró en vigor.

El diplomático pasó a ser un presidente de guerra.

Tal y como se esperaba, Estados Unidos y sus aliados arrasaron con Irak, y en menos de 3 meses el conflicto había terminado. La televisión no solo transmitió lo que sucedía durante la Guerra del Golfo; también fue una plataforma para comunicar el liderato de la administración Bush desde que se declaró la guerra hasta lograrse el cese al fuego.

Bush contaba con un índice de aprobación que rondaba el 90 %. Dado el éxito de su gestión internacional, el presidente republicano parecía invencible, pero los problemas económicos locales comenzaban a sacudir los cimientos de una reelección.

La filosofía económica de Ronald Reagan demostró ser una utopía semejante a la del comunismo que tanto repudió; una receta para aumentar  el déficit y el desempleo a cambio de ganancias monumentales para los millonarios. Bush tenía empeñada su palabra, prometiendo que no habría aumento de impuestos en su presidencia.

“Read my lips, no new taxes!”

Como si se tratara de un juego organizado por Jigsaw, Bush tenía que elegir: mantener la promesa y contentar a los republicanos o rescatar la economía mediante el aumento de impuestos.

Bush antepuso el país al partido. Y ese fue el principio del fin.

El Partido Republicano de Reagan, visceralmente conservador, no entendió porqué Bush se comprometió con un Congreso demócrata para  aumentar los impuestos a los ricos. Lo vieron simplemente como una traición a los valores republicanos que no podía ignorarse.

Aun con el golpe que su propia base partidista le atestó, Bush decidió aspirar  a un segundo término. Esta vez, la apuesta era a que su desempeño como comandante en jefe de las fuerzas armadas pesaría más que su decisión de aumentar impuestos. No era una teoría absurda; sus números eran sólidos y quien único se atrevió a retarlo a unas primarias, el escritor y analista político, Pat Buchanan, fue aplastado.

La ventaja que Bush le llevaba a cualquiera de los principales retadores del Partido Demócrata creó un ambiente de confianza  excesiva que no le dejó ver al joven gobernador de Arkansas que venía con un nuevo estilo de hacer política.

The Comeback Kid

William J. Clinton se encargó de labrar su camino hacia la presidencia desde su adolescencia. Presidente del consejo estudiantil, líder del equipo de debate, y un lector voraz. Para “Bill”, el mundo era su ostra.

Un joven Bill Clinton saludando al presidente John F. Kennedy.

Un joven Bill Clinton saludando al presidente John F. Kennedy.

Siempre buscando adelantarse al curso normal del proceso político, contando con menos de 30 años de edad, aspiró a un escaño congresional, siendo derrotado por el republicano John Paul Hammerschmidt. Aunque perdió, fue por un margen tan estrecho que llamó la atención en las esferas del Partido Demócrata.  

El ADN de Bill no le permitía quedarse con la sensación de una derrota cuando su misión de vida era  llegar a la cúspide del poder político. Al poco tiempo de regresar al estado de Arkansas para desempeñarse como profesor, vio la oportunidad de alcanzar la gobernación del “Estado natural”. Con solo 32 años, venció a Lynn Lowe para convertirse en el gobernador más joven de la época. De la mano de su  mejor activo, su esposa Hillary, inició varias reformas abarcadoras al sistema educativo y salubrista del estado, ganándose la abrumadora simpatía de los ciudadanos.

Pero como le sucedió a George H.W. Bush, los impuestos le cobraron el capital político. La imposición de un arbitrio a los vehículos de motor le costó a Clinton la reelección,  cayendo ante Frank Durward White en la elección de 1980. El ahora exgobernador más joven de la época aprendió que el cariño de los electores tiene un límite: su bolsillo. Fue la mejor experiencia que pudo tener para afinar su estilo de hacer política.

El destino –y Arkansas– le dieron a Bill una segunda oportunidad. Para 1982, retomó la gobernación del estado que lo había rechazado. En esta ocasión, la experiencia hizo de Clinton un gobernador más pragmático; se enfocó en mejorar las condiciones del sistema de educación, y en lugar de establecer nuevos impuestos, los eliminó.

La ola conservadora que causó la victoria de Reagan en los años 80 destruyó la estructura ideológica de los demócratas. Hacía falta un nuevo conjunto de valores para el partido, pero más importante aún, hacía falta un portavoz con el carisma y la credibilidad necesaria para recuperar a los electores disgustados. El establishment intentó convencer a Clinton de que retara al “Gipper” en 1988, pero al olfato político que desarrolló en Arkansas no le olieron muy bien sus posibilidades de prevalecer, y decidió no participar.

Fue la mejor movida que pudo hacer; Bush apabulló a Dukakis y Clinton permaneció cómodamente en la Mansión del Gobernador en Little Rock.

Su llamado llegó en 1991, cuando la recesión económica menguó la fuerza que Bush padre adquirió al terminar exitosamente la Guerra del Golfo Pérsico. El presidente se veía cada vez más débil en las encuestas y el gobernador sureño entendió tener las características necesarias para hacerle frente.

Al final de una primaria reñida junto al exgobernador de California, Jerry Brown y el congresista por Massachusetts, Paul Tsongas, Clinton emergió como el nominado. La elección de Al Gore como candidato a la vicepresidencia constituyó la imagen perfecta para los demócratas: dos caras jóvenes que llevaran al partido a una nueva ideología.

Bill Clinton y su compañero de papeleta, Al Gore.

Bill Clinton y su compañero de papeleta, Al Gore.

La carrera por la presidencia recibió un tercer corredor: el multimillonario empresario, Ross Perot, quien aspiró bajo una candidatura independiente como respuesta de los ultraconservadores Reaganistas desilusionados con las políticas moderadas de “Bush 41”.

En términos generales, la contienda no fue tan sangrienta como las de Reagan; ninguno de los tres tenía el instinto asesino. Más bien fue una competencia de popularidad, una competencia tipo Miss Congeniality que en todo momento favoreció a Clinton. No obstante, hubo 3 momentos en que el joven demócrata aprovechó su carisma para solidificarse como el favorito.

1. Sax on the Hall

Pocas personas sabían que Clinton era un apasionado de la música y que dominaba el saxofón. Durante una aparición en el Arsenio Hall Show, Bill cerró la entrevista con un performance de la pieza musical “Heartbreak Hotel”.

No cabe duda de que fue un riesgo poco calculado de la campaña de Clinton, pero a  mayor riesgo, mayor recompensa. La decisión de transmitir las dotes musicales de Clinton en televisión nacional, además de presentar a un candidato de la manera más creativa posible, introdujo una relación simbiótica entre la política y la cultura popular que actualmente vemos a diario en los late night shows.

2. A Place Called Hope

No es suficiente proyectar al candidato como una celebridad; siempre hay que ir al origen. ¿Quién es ese que toca el saxofón? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su historia previo a  la política? En síntesis, el mensaje, la narrativa organizada de tal manera que complemente las emociones del electorado.

Ante esa necesidad, la campaña de Clinton lanzó el spot titulado Hope.

Con una música de fondo que parece que te hace sentir que estás en un spa o esperando dentro de un elevador, Bill narra sus comienzos humildes en la pequeña ciudad de Hope, Arkansas, sus sacrificios para hacerse abogado, y su periodo como gobernador.

La meta del anuncio era proyectar a Bill como una persona sensible, contrario a Bush; como un político empático, contrario a Bush; y como un candidato joven, contrario a Bush, pero con una trayectoria personal y profesional que lo capacitaban para ejercer la presidencia con la seriedad y la formalidad que requiere el cargo.

3. Town Hall Bill

Durante un debate estilo town hall (foro de ayuntamiento), una joven de la audiencia le preguntó a cada uno de los candidatos cómo la deuda nacional les ha afectado personalmente.

El turno inicial, a cargo de Bush, fue duramente criticad por su rigidez y falta de conexión. No había tomado el bate en la mano y se ponchó. Al sentir que la ciudadana lo estaba corrigiendo, respondió con poco tacto. Una vez entendió que la pregunta iba dirigida a él personalmente, además de irse a la defensiva, basó su contestación en su experiencia como presidente, dramatizando el calvario que atravesaba desde el mármol y el aire acondicionado de la Casa Blanca. “Yo, yo y yo”.

Tan pronto Bush pronunció las últimas palabras, Clinton saltó de su asiento y activó el southern charm. De entrada hizo que la respuesta fuese parte de un intercambio, una conversación girando en torno a las preocupaciones de la ciudadana y no acerca de sus aspiraciones políticas.

Como resultado, la conexión no se limitó a la mujer que hizo la pregunta, sino que  se multiplicó por todas y cada una de las personas que sintonizaron el debate. Clinton se mostró como el político sensible que contrastaba con la indiferencia que demostró Bush, pero más importante aún, destacó su habilidad para tomar un tema tan complejo como la recesión económica y simplificarlo mediante un diálogo coloquial. Sin rodeos, sin ambigüedades, directo del cerebro al corazón.

Clinton terminó venciendo a Bush por un amplio margen. Era el momento que los demócratas habían estado esperando para redefinir su rumbo ideológico, y el peso recayó sobre los hombros del presidente número 42.

Clinton durante su juramentación como presidente en 1993.

Clinton durante su juramentación como presidente en 1993.

A pesar de ser muy querido por el electorado, la historia no fue así con el círculo político. Hay quienes afirman que la resistencia en el Capitolio se debió a una especie de resentimiento hacia Clinton por su rápido ascenso, pero soy de quienes opinan que la relación presidente-congreso no fluyó tan amistosamente por las propuestas noveles del ejecutivo, como por ejemplo, el manejo del tema de los homosexuales en la milicia mediante la implementación del  Don’t ask, don’t tell; y su propuesta para reformar el sistema de salud, que fue tildada de “socialista” tanto por republicanos como demócratas influenciados por el cabildeo de las aseguradoras de salud.

Igualmente, los ciudadanos estaban decepcionados con su desempeño.  El incumplimiento con la promesa que le hizo a la clase media de reducirle los impuestos; su incapacidad para lidiar con el déficit presupuestario que minimizó a talking points durante la campaña; el cuestionamiento público de unas inversiones que los Clinton realizaron con la corporación de desarrollo inmobiliario Whitewater durante sus años en la gobernación de Arkansas; y la creciente avalancha de imputaciones sobre relaciones extramaritales de Bill.

Los electoradoes repudiaron abrumadoramente la gestión de Clinton en las elecciones intermedias de 1994; los republicanos obtuvieron el control del Senado y la Cámara de Representantes, asegurándole dos años de infierno al presidente demócrata.

Aparte de su naturaleza pícara y el poco respeto que emanaba del cargo presidencial, William Jefferson Clinton era un cadáver político. De eso se aseguraría el nuevo speaker de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, líder de la Republican Revolution.

Desprovisto de cualquier estrategia y desconfiando hasta de su sombra, las posibilidades de Clinton para salir vivo y aspirar a un segundo término eran prácticamente inexistentes.

Pero detrás de la sombra de Bill caminaba un operador anónimo que ayudó a que el presidente realmente se convirtiera en el Comeback Kid

Dick Morris era un consultor republicano con una filosofía de vida bastante flexible: trabajar en ambos lados de la cancha. No se trataba del asesor ideológicamente apasionado,  sino de un calculador que no daba un paso sin antes realizar una encuesta para verificar la seguridad del suelo.

Era obvio que su trasfondo lo convertiría en un paria dentro de la cadena de mando,  por lo que se llegó al acuerdo de que toda comunicación de Morris con Clinton se haría bajo el pseudónimo “Charlie”. Querido u odiado, el consultor demostró ser efectivo.

El State of The Union de 1995 fue redactado casi en su totalidad por Morris, y su éxito fue innegable. Además de marcar el pináculo en la carrera de Morris como consultor, fue el debut nacional de su teoría conocida como “triangulación política”, la cual consiste de tomar las propuestas de la izquierda y la derecha para desarrollar una narrativa de centro que apele a los dos espectros ideológicos.

Ahora Clinton era el “Conciliador en Jefe”. Su recién estrenada visión de una política fundamentada en el compromiso de republicanos y demócratas le dio al presidente un respiro.

“Mis conciudadanos estadounidenses, independientemente del partido, permítanme estar a la altura de las circunstancias. Dejemos de lado el partidismo, la mezquindad y el orgullo. Al embarcarnos en este nuevo curso, pongamos a nuestro país primero, recordando que independientemente de la etiqueta partidista, todos somos estadounidenses”.  –Bill Clinton

Una cosa es decirlo y otra es verte obligado a ejecutar lo que hablaste. La resistencia de los republicanos de Gingrich a que se aprobara un presupuesto que consideraban “muy alto” en las áreas de educación, el medio ambiente y la salud pública, redundó en un cierre del gobierno federal a finales de 1995, y posteriormente a principios de 1996. Cientos de miles de empleados federales estaban cesanteados y en un clima de incertidumbre.

Nuevamente, el presidente tuvo que utilizar el bully pulpit televisado para ejercer su liderato. Sin embargo, esta vez no se comprometió. Esta vez se resistió a la resistencia.

Durante el State of the Union de 1996, también redactado por Dick Morris, repitió la dosis centrista de 1995, contenida en la icónica frase “The era of big government is over”.

Morris culminó su proyecto de triangulación esa noche. Clinton era visto como un demócrata fiscalmente conservador, sin la terquedad de los republicanos a lograr acuerdos en beneficio de la ciudadanía. Y con un rival como Bob Dole, que tenía la fuerza electoral de un espantapájaros y la voz de un comercial de Nyquil, Clinton barrió el mapa electoral.

Para todo presidente estadounidense, el primer cuatrienio se trata de  sobrepasar obstáculos y jugar el juego político con miras a revalidar, mientras el segundo cuatrienio se trata de dejar un legado. Bill hizo historia, pero no la que se esperaba.

Durante la primaria de Nuevo Hampshire en 1992, una exempleada de Bill Clinton en sus tiempos como gobernador, Gennifer Flowers, declaró haber sostenido una relación extramarital con el candidato. Nuevamente, el mismo fantasma se asomaba en el segundo cuatrienio de Clinton: surgieron alegaciones de una relación entre Bill y una de sus becarias, Monica Lewinsky, quien afirmó que no se trató de un simple fling, sino de un amorío que duró aproximadamente 3 años, mientras laboraba en la Casa Blanca.

Clinton junto a Monica Lewinsky.

Clinton junto a Monica Lewinsky.

Los medios de comunicación crearon un frenesí nunca antes visto en la política estadounidense. Claro, sucedió Watergate, pero esto no era una cuestión política, sino del uso del Despacho Oval como si se tratase de un motel, y mentir bajo juramento al respecto.

Comenzaron las entrevistas, las especulaciones, y por supuesto, la presión contra  Clinton para que se expresara al respecto. Tan pronto el presidente abrió la boca, se hundió. Como toda acusación que termina mal, todo comenzó con la negación.

“Voy a decir esto de nuevo: no tuve relaciones sexuales con esa mujer, la señorita Lewinsky. Nunca le dije a nadie que mintiera, ni una sola vez; nunca. Estas acusaciones son falsas. Tengo que regresar a trabajar para el pueblo estadounidense”.

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Había decenas de grabaciones en las que Lewinski le detallaba a Linda Tripp, otra  empleada de la Casa Blanca, los detalles de cada  encuentro sexual entre ella y Clinton. Pero claro, vamos a negarlo todo. Clinton no solo se mantuvo firme en su postura, sino que pronunció el State of the Union de 1998 como si nada hubiese sucedido.

Pero la soga eventualmente rompe.

A medida que aumentaba la evidencia  en forma de casetes, registros de llamadas telefónicas y testimonios de empleados que participaron del encubrimiento de la relación, el presidente tuvo que realinear el curso y admitir a un gran jurado su relación con Lewinsky.

Poco después de hacerse público el informe (Five Star) sobre el encubrimiento de la relación con Lewinski, la Cámara de Representantes dio paso al juicio político (impeachment) con una votación de 228-206. Clinton no se amilanó y continuó la agenda política de los Estados Unidos. Su estrategia de ignorar todo el espectáculo en torno al juicio en su contra y dedicar sus energías a restaurar la economía que aún sufría el golpe de las medidas de Reagan y Bush, demostró ser efectiva. Los republicanos no lograron las 2/3 partes del voto mayoritario que se necesitaba para condenar al presidente y la economía no mostraba señales de detener su crecimiento.

Con la falsa modestia de quien sabe que se salió con la suya, Clinton recibió victorioso a la prensa. Disfrutando los rostros atónitos de cada uno de los periodistas que por meses hicieron de su profesión masacrar su imagen, era la oportunidad para pavonearse como solo él sabía hacerlo.

Esta época sombría para el aura imperial que denota el cargo de presidente fue capturada minuto a minuto por la televisión. Cada boletín aseguraba una revelación con más drama que las soap operas que se transmitían durante  la noche. Como durante los tiempos de Nixon, la magia de las cajas con antena sirvieron como medio de información y de entretenimiento, manteniendo al ciudadano al tanto de los desarrollos políticos que durante los días de la radio tomaban días en difundirse. El mundo vio, en tiempo real, el ascenso, la caída y la reivindicación de un gobernante.

Bill Clinton se fue endosando a su vicepresidente, Al Gore, para las elecciones de 2000, con un nivel de aprobación absurdamente positivo. Muchos afirman que es el presidente responsable de marcar la evolución hacia una ideología demócrata más moderada.

Pero como dijo el propio Bill…”It depends on what the meaning of the word ‘is’ is.”

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A pesar de la odisea que fue su presidencia, William J. Clinton salió ganando. Su subalterno no corrió con la misma suerte.

El ahora nominado demócrata, Al Gore, se medía contra el hijo vengativo de George H.W. Bush, en lo que ha sido una de las elecciones más controversiales en la historia estadounidense, con repercusiones que comenzaron en la Corte Suprema y llegaron hasta el Oriente Medio.

Choose Me Once, Shame on Me. Choose me twice…

El trasfondo de George Walker Bush es una copia del de su padre. Sirvió en la milicia, se graduó de universidades Ivy League, se casó joven, fue derrotado en su primera contienda política y rehusó darse por  vencido.

Como hizo su padre, se dedicó a la vida de empresario, siendo uno de los codueños de los Rangers, el equipo de Béisbol de Texas. Desde entonces, eran muchos los que le incitaban a correr para un puesto político en el Lone Star State. No pasó mucho tiempo para que el mayor de los hijos de George H.W. y Barbara decidiera nuevamente dar el paso hacia la vida pública.

Pese a las advertencias de su madre y varios amigos republicanos que veían su aspiración como un suicidio, el 8 de noviembre de 1993, George oficializó su candidatura para la gobernación de Texas.

La preocupación en el círculo interno se debía a la popularidad de la cual gozaba su rival demócrata, la gobernadora Ann Richards, una de las mujeres más queridas en la escena política de los 90’s.  Las probabilidades de Bush no prometían mucho, pero si algo lo caracterizaba era su habilidad para salir airoso en situaciones desfavorables.

Tan pronto inició su campaña, demostró un liderato poco usual, pero del agrado de muchos tejanos; promovió un enfoque sorprendentemente liberal –en ocasiones más que su rival– hacia el asunto de la inmigración. Pero todo era práctico: para él, cada inmigrante representaba un potencial voto para el partido que le proveyera mejor calidad de vida una vez cruzara la frontera.

A pesar de ser el Bush que más tiempo vivió fuera de Texas, la actitud de George W. era puramente tejana. Sus ademanes, su entonación y su agresividad pasiva en el debate público, lo hacían el embajador perfecto del dude ranch y las botas de cuero.

Terminó alzándose con el 56 % del voto, siendo el 46to gobernador de Texas.

George W. Bush Texas Governor Inauguration.jpg

Luego de revalidar tranquilamente en la gobernación, Bush fijó su atención en Washington, D.C. Siguiendo los pasos de su padre, el 12 de junio de 1999 anunció  su candidatura al cargo máximo de los Estados Unidos, junto a quien fue el Secretario de Defensa de Bush 41, Dick Cheney, como candidato a la vicepresidencia.

La pelea presidencial de cara al nuevo milenio estaba definida: Al Gore y Joseph Lieberman versus George W. Bush y Dick Cheney.

Del arranque se hizo evidente el contraste entre los candidatos. Gore se proyectaba arrogante y pretencioso con su intelecto. Además de representar la continuación de la Administración Clinton y sus escándalos, cada acercamiento con los electores parecía demasiado arrogante como para ganar simpatía del votante  independiente. En cambio Bush era un mal orador, pero su aura pueblerina y su reducción al absurdo de los problemas que afectaban cotidianamente al ciudadano, lo proyectaban como un candidato empático y agradable; el portador de los valores tradicionales que muchos pensaban que Clinton abandonó por 8 años. La evidencia más contundente del  choque de personalidades está en el siguiente debate.

En resumen, el vaquero millonario, afable pero errático, enfrentándose al intelectual capacitado, pero antipático.

Bush era el amigo con quien querías irte los viernes a beber cerveza; Gore era el que llamabas cuando no entendías el material de una clase.

La batalla continuó, y se suponía que el 7 de noviembre de 2000, Estados Unidos tendría su primer presidente electo en el siglo XXI. Cerraron los centros de votación, pero la caja de pandora apenas se abría. Inicialmente, todo parecía transcurrir con normalidad. Los canales televisivos  declararon a Gore como el ganador. Pero a medida entraba la noche, Bush ganaba terreno. Entrando la madrugada, no se sabía quién había ganado.

Muchos se fueron a dormir con Gore como el vencedor y se levantaron al otro día con la noticia de que Bush sería el presidente. 

Por primera vez, la todopoderosa maquinaria de la televisión atravesaba por una crisis de credibilidad que no daba señales de parar. La prensa era cómplice de la confusión colectiva que causó el conteo de votos en la Florida, el estado que decidiría la presidencia.

El derrotado Gore hizo la tradicional llamada a Bush concediendo la victoria. Pero algún asesor descubrió entre las montañas de números electorales y murallas de vasos con café frío que procedía un recuento. El vicepresidente demócrata llamó nuevamente a George, pero esta vez para retractarse y solicitar que se contara manualmente cada una de las papeletas en el estado de Walt Disney World.

Las tropas de Bush ripostaron, acudiendo a la Corte Suprema de los Estados Unidos para que los 9 togados decidieran el futuro de la rama ejecutiva. El 12 de diciembre de 2000, la máxima rama judicial estadounidense emitió su Opinión, con una votación de 5-4, favoreciendo a George W. Bush y consecuentemente cargándolo hasta la presidencia.

Oficialmente, Al Gore tuvo la responsabilidad moral de conceder públicamente la victoria a su rival republicano, a pesar de haber ganado el voto popular.

Por su parte, el presidente electo celebró con un discurso que llamó a la unión entre republicanos y demócratas.

Honestamente, creo que el discurso fue redactado con la misma intención que tuvo Bill Clinton en 1996, colocarse en el centro ideológico para construir una coalición bipartita para lidiar con la desconfianza que generó el desastre electoral.

“No fui elegido para servirle a un partido, sino para servirle a una nación. El presidente de los Estados Unidos es el presidente de todos los estadounidenses, de todas las razas y de todos los trasfondos. Ya sea que haya votado por mí o no, haré todo lo posible para servirle y trabajaré para ganar su respeto”. –George W. Bush

Juramentando el 20 de enero de 2001, nació el “Bush 43”. Por primera vez, desde John Quincy Adams en 1825, el hijo de un expresidente ocupaba la Casa Blanca.

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El estrenado mandatario tenía el reto de convencer al electorado, y al mundo, de que no era un presidente elegido de manera cuestionable y devolverle la legitimidad al cargo presidencial. 

La grandeza política siempre tiene un costo, y son pocos los que tienen la oportunidad de responder al llamado de un destino más grande y trascendental del que jamás imaginaron. La llamada de George W. Bush llegó 8 meses después de su inauguración.

Una escena sacada de una película: el presidente se hallaba leyendo el cuento infantil My Pet Goat a un grupo de estudiantes en Florida cuando su lectura fue interrumpida por su Chief of Staff, quien le susurraba la noticia de que Estados Unidos estaba bajo ataque.

George W. Bush My Pet Goat.jpg

Cuatro aviones fueron secuestrados. Dos se estrellaron contra las Torres Gemelas; uno iba dirigido hacia el Capitolio, pero se estrelló en un campo de Pensilvania, gracias al acto heroico de sus pasajeros, y otro cayó en el lado oeste de la estructura del Pentágono.

El baluarte de la democracia occidental experimentaba el ataque extranjero más fuerte de su historia.

Un presidente que apenas había calentado la butaca en su despacho, tenía la responsabilidad de responder a un atentado terrorista con consecuencias monumentales.

Con un mensaje que tomó menos de 5 minutos, Bush respondió a su llamado histórico. De la sangre derramada en las calles de Nueva York se comenzaba a coagular el discurso bélico.

Tres días después de la tragedia, Bush visitó el catastrófico escenario del ataque, bautizado como Ground Zero. Con megáfono en mano y rodeado de policías, bomberos y rescatistas, rodeado por escombros y cenizas que poco antes era el World Trade Center, se dirigió al público. Mientras intentaba ofrecer unas palabras de aliento, alguien le interrumpió al presidente gritando que no lo podía escuchar, a lo que Bush respondió con unas palabras que fueron reproducidas en la televisión durante semanas.

“¡Puedo escucharte! Puedo escucharte. El resto del mundo te escucha, y la gente que derribó estos edificios nos escuchará a todos pronto”.

La respuesta fue un coro ensordecedor: USA! USA!

Desde ese momento, Bush contaba con el respaldo de los ciudadanos, quienes motivados por el miedo y la angustia, querían venganza. Sin embargo, las estructuras políticas nacionales e internacionales no tienden a reaccionar de igual manera; primero hay que calcular el costo/beneficio de cada acción.

Pero George no tenía tiempo que perder. El 7 de octubre de 2001, el gobierno estadounidense, junto con Inglaterra, ordenaron un bombardeo en Afganistán con intención de capturar a los principales líderes de Al Qaeda y debilitar al gobierno talibán.

Los tambores de guerra comenzaban a afinarse.

Para continuar su cruzada en búsqueda de  Osama bin Laden, Bush sabía que necesitaba convencer al Congreso estadounidense de cuán apremiante era responder al atentado de Nueva York. Su  mensaje ante la sesión congresional conjunta la plataforma perfecta para profundizar el miedo y la islamofobia entre los 50 estados.

Desde el podio, el 20 de septiembre de 2001, George W. Bush pasó de ser Comandante en Jefe a presidente de guerra.

“Los terroristas practican una forma marginal de extremismo islámico que ha sido rechazada por los eruditos musulmanes y la gran mayoría de los clérigos musulmanes, un movimiento marginal que pervierte las enseñanzas pacíficas del Islam. La directiva de los terroristas les ordena matar cristianos y judíos, matar a todos los estadounidenses y no hacer distinciones entre militares y civiles, incluidas mujeres y niños”.

En los pasillos de la Cámara de Representantes se concibió el discurso de “US vs The World”; la narrativa anti musulmán crecía a pasos agigantados, alimentándose de la histeria colectiva.

La retórica post 9/11 tuvo trillizos malvados que fueron presentados en sociedad el 29 de enero de 2002. Durante su State of the Union, el presidente Bush se refirió a Corea del Norte, Irán e Irak como el “Eje del mal” (Axis of Evil). Pese a las advertencias de sus asesores para que no reviviera el “Imperio del mal” (Evil Empire) de Ronald Reagan, la referencia incendiaria no solamente se mantuvo en el discurso, sino que fue una de las frases más comentadas durante el análisis del mensaje.

Bush había convencido a todos los legisladores republicanos, y a una cantidad considerable de demócratas, sobre la importancia de entrar en guerra con el talibán. Sin embargo, la estrategia estaba coja; la comunidad internacional estaba renuente al argumento de que Irak estaba involucrado en el atentado del 11 de septiembre y de la existencia de un supuesto programa para desarrollar armas de destrucción masiva.

Faltaba el enemigo, el rostro de un dictador árabe al cual señalar como el autor intelectual de toda la crisis que vivían los Estados Unidos. Un líder con un aspecto lo suficientemente autoritario como para justificar una invasión al otro  lado del mundo. Afortunadamente para Bush, no había que escudriñar mucho.

El cabildeo agresivo que la Administración Bush llevó a cabo en la Organización de las Naciones Unidas no tuvo el resultado esperado. Solo se logró la aprobación de una Resolución ordenando a Irak a destruir toda Arma de Destrucción Masiva que estuviese desarrollando. Saddam Hussein permitió la entrada de inspectores de la O.N.U., pero no se encontró armamento alguno. De todas maneras, Bush avanzó con el ataque

El 19 de marzo de 2003, el mundo vio el nacimiento de la “Guerra contra el terrorismo” con la invasión estadounidense de Irak bajo la operación “Libertad iraquí”.   

Otro presidente Bush…otro conflicto en el Oriente Medio.

Por más que se intentó desviar la atención, la guerra en Irak permeó todo el primer cuatrienio de “Dubya”, como se le conocía a George durante sus años en la Guardia Nacional. Se aprobó la Ley Patriota (PATRIOT Act) y con ella surgieron controversias sobre el discrimen hacia las poblaciones de ascendencia árabe y de religión islámica, así como uso de métodos extremos –como el waterboarding– para extraer información de sospechosos y otras modalidades de tortura dentro de instituciones penales en Irak.

Se acercaba el periodo electoral y Bush cargaba con su índice de aprobación por las nubes gracias al periodo de guerra. Nadie se atrevió a retarlo en primarias. Del otro lado, el cuento era distinto: se libraba una primaria sangrienta de la cual John Kerry salió airoso.  El casi vitalicio senador por Massachusetts escogió a uno de sus rivales durante la primaria, y también senador, John Edwards.

Tal y como se esperaba, Bush le sacó el jugo al conflicto en el Oriente Medio, dedicando su campaña a la reelección al tema de seguridad nacional. La captura de Saddam Hussein en 2003 había lanzado su imagen presidencial por la estratósfera.

Kerry tenía un largo camino por recorrer. Decidió ir al territorio del enemigo.

La estrategia demócrata era sencilla: atacar el récord de Bush como comandante en jefe. Como fue de sencilla, igualmente fue equivocada. Haciéndole honor al dicho “No lances piedras si tu techo es de cristal”, Kerry inició una ofensiva que consistió de acusar al presidente de no haber sido exitoso en  obtener el apoyo internacional para invadir Irak. Durante los 3 debates que  sostuvieron los candidatos, el demócrata salió ampliamente  favorecido. Pero los republicanos contaban con que el éxito de su candidato no dependería de los debates, sino de la campaña de desprestigio.

El inicio del desquite Bush-Cheney comenzó con dos palabras: flip flop.

Con uno de los spots televisivos de ataque más creativos en la comunicación política, se proyectó a Kerry durante uno de sus ejercicios de windsurfing. Editado para que se viera el vaivén de la tabla a vela, el narrador cuestionaba el cambio en las posturas del candidato a favor y luego en contra de la guerra en Irak, el presupuesto para las tropas estadounidenses, la reforma educativa  y el aumento de primas de Medicare. La narración termina diciendo “John Kerry: hacia donde sople el viento”.

Si piensas que este ataque fue mortal, la realidad es que apenas fue un jab al rostro de Kerry. El cambio de posturas, genuino u oportunista, generó burlas entre los ciudadanos, pero jamás compara con el daño irreparable que causó el operativo del GOP contra la fibra moral del nominado demócrata.

John Kerry había sido galardonado con varios reconocimientos por su valentía durante la guerra de Vietnam. Sin embargo, había sido un ferviente opositor al conflicto del cual participó. ¿Su justificación? Como estudiante de Ciencias Políticas, lo más inteligente era participar de la guerra para descubrir lo que realmente sucedía y cuáles eran las razones para la movilización de estadounidenses hacia el otro lado del mundo, de manera que pudiese regresar a Estados Unidos con argumentos fuertes para sustentar su oposición.

La tesis de Kerry era que la ocupación de Vietnam no se basaba en combatir el comunismo, sino en luchar en nombre del imperialismo estadounidense.

Posteriormente, Kerry testificó ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado Federal como portavoz de la organización Vietnam Veterans Against the War. Exponiendo detalladamente el panorama tétrico de Vietnam, dedicó su argumentación a señalar la derrota que sufrió la Administración de Richard Nixon en su intento de eliminar al Viet Cong debido al egocentrismo del entonces presidente.

"Porque no podíamos perder, y no podíamos retirarnos. Y porque no importaba cuántos cuerpos estadounidenses se perdieran para probar ese punto". -John Kerry

Eran los 70’s y John aún no tenía 30 años de edad. Kerry nunca imaginó que el idealismo de su época como conscientious objector traicionaría  su carácter  pragmático como candidato presidencial.

Los republicanos aprovecharon la indignación entre los veteranos de Vietnam y la tradujeron en la etapa final del operativo anti Kerry.

Para el 2004, a solo meses de las elecciones, se formó el Swift Boat Veterans for Truth (SBVT), un grupo de activismo político conservador compuesto por veteranos y prisioneros de guerra (POW’s), cuyo único propósito iba más allá de oponerse a la candidatura presidencial de John Kerry; buscaba asesinar cada partícula de su carácter. A lo largo de una serie de spots, el grupo de soldados pulverizó el servicio militar del candidato demócrata, acusándole de traicionar a la patria y de mentir acerca de los hechos que le merecieron las condecoraciones de las que tanto alardeó.

La campaña de Kerry fue incapaz de construir una narrativa de oposición que le ayudara a cambiar la atención. De camino a la recta final, Bush logró mantenerse como el líder militar que se necesitaba, mientras Kerry no pudo salir del hoyo que comenzó a cavar desde aquella aparición televisiva en 1970.

George W. Bush revalidó, siendo favorecido en el colegio electoral con 268 votos y en el voto popular con un estrecho margen de 50.7 %.

Su gestión durante el segundo cuatrienio fue decepcionante, con sucesos como la negligencia en el manejo de la respuesta tras el azote del huracán Katrina, la continuación de abusos contra los arrestados en relación con la “Guerra contra el terrorismo” y su responsabilidad por la crisis financiera de 2008.

A diferencia de Bill Clinton, Bush 43 se retiró con un índice de aprobación mediocre; a pesar de que su imagen como comandante en jefe era relativamente favorable, su desempeño como administrador público dejo mucho que desear.

Ni bien ni mal. Suficiente para celebrar.

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Durante estas tres décadas las campañas políticas dependieron enteramente de la televisión como el método tecnológico para difundir sus mensajes. La batalla por los electores se dio en los hogares de las familias a la hora de la cena, cuando se transmitían los programas de mayor audiencia.

La creatividad en la consultoría política enfrentaba un plateau, hasta que llegó “un niño flaco con un nombre gracioso”…

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